Por Edgar Caballero Elías
Los primeros músicos en llegar al Conjunto Folclórico se caracterizaban por tener el arte de saber combinar rítmicamente las exigencias folclóricas del grupo. Gentes sencillas y de mucha humildad en ellos, serían los encargados de darle el brillo musical al Conjunto Folclórico Cienaguero.
Era, si, un grupo tomador pero, ¡qué carajo!, como tocaban esos señores. Todo se movía con ellos tocando desbordando las ganas de sus seguidores que colmaban las calles participando por igual con la misma sensación de goce y embriaguez musical, que se convertía en un espectáculo de ron y sudor donde todo el mundo tiraba pase… y piso también hasta amanecer. La gente de verdad gozaba y bailaba con ellos.
Pero, ¿quiénes eran ellos tan famosos y buenos admiradores por su excelencia? Pues bien, recordémoslo:
Carlos Caro Melo «Carlin». Tamborero sin par nacido en el barrio Paris, sin equívocos, el mejor de todos los tamboreros. Dice el viejo refrán popular que «El que nace con su don con su don muere», y asi fue con «Carlin». Aunque él decía que «un señor llamado Domingo Igirio tamborero de los años 39 al 49 le enseñó a tocar», pienso que esa gracia especial que tenía él para tocarlo, fue más que todo un hallazgo personal. ¿Acaso sería porque el tambor fue su juguete de infancia que se convirtió, hasta su muerte, en su principal aliado?
Había que verlo tocar. Era particularmente creativo. Su toque era alegre e improvisaba mucho; desde lejos resonaba el eco inconfundible de su tambor que con las gruesas y rugosas palmas de las manos y con las puntas de sus callosos y fuertes dedos hacían vibrar con un constante repiquetear de sonidos espectaculares zarandeando con su ritmo las caderas de las mujeres en ruedas de cumbiambas.
Él era el tambor alegre, el de la alegría, el tambor que ordenaba, el que presidía, era el que llevaba la base del ritmo del grupo. Era un virtuoso que sabía diferenciarse de los demás, reinaba con su toque y ponía la pauta con el sabor que merecía.
Cuando estaba en la plenitud de su popularidad aquel tambor de «Carlín» retumbaba permitiéndole ciertos sonidos que los otros no podían darle, la gente callaba como si trataran de encontrar o descubrir en su repiqueteo algunas cosas secretas de su vida. Se le veía que se sentía libre, como si entrara en trance, como si estuviera hablando con sus antepasados, los esclavos negros que tuvieron su enclave en la región de Papare en las inmediaciones del municipio de Ciénaga, en la parte bañada por el río Córdoba donde existió un ingenio azucarero. Era aquel hipnotizador ritmo de su tambor el que hacia concentrar toda la atención del público que entre vítores y aplausos, iban y venían con los tragos de ron. No podía «Carlín» circular por cualquier parte de Ciénaga sin ser reconocido.
Sus últimas días, sin embargo, fueron sufridos y de total abandono. Su hermano «Nacho», algunos familiares y unos pocos amigos, estuvieron a su lado acompañándolo en su lecho de enfermo.
Cuando se buscó la colaboración de «amigos», estos se hicieron los desentendidos cuando más los necesitó, repetía como queja lastimera una y otra vez «me quedé solo»…»me quedé solo». El día de su fallecimiento los pocos amigos que lo acompañaron, caminaron a su lado hasta el Cementerio San Rafael donde reposan sus restos.
Desde que «Carlín» se murió nadie ha vuelto a tocar el tambor como él lo hacía; ya después, los tambores no volvieron a sentir sus manos fuertes y callosas.

Joaco Iglesias. Excelso tamborero. Otro percusionista formidable que también sabía sacarle muchos sonidos al tambor particularmente diferentes. Y aunque su labor era la del tambor hembra o llamador, el que marca el paso, el que lleva por lo general un solo golpe, un solo ta-ta-ta, que dependiendo del ritmo, va lento o acelerado, iba contestándole en su rítmico coquetear sonoro al tambor alegre de «Carlin» que llevaba la base del ritmo haciéndole morisquetas al llamador y dándole matices a la melodía. Imponía un toque constante y repetitivo mientras el tambor alegre de «Carlín» se caracterizaba por sus variaciones rítmicas.
Cuando estos caballeros se juntaban en la percusión ¡Ay manito lindo!, daba gusto verlos como disfrutaban su lenguaje musical. Dos tambores, dos tamboreros y una sola magia para encantarnos con sus ejecuciones y mezclas de sonidos en la percusión.
Braulio Cantillo, el Maestro Oliveros de quien no recordamos su nombre y Vicente Castro, maravillaban con las notas que le sacaban tapando y destapando los orificios de la caña e millo dándole a las melodías todos sus registros. Eran los que llevaban la parte melódica del grupo. También desde que ellos murieron nadie ha vuelto a tocar la caña e’millo como es debido. Ahora los «nuevos» sacan unos sones aturdidos, falto de gracia, nó porque no tuvieran dedos para hacerlo sino falta de ganas, de estímulo para hacerlo.
Braulio y el Maestro Oliveros, por ejemplo, cada rato hacían ejercicios moviendo los dedos en el aire y hasta los pasaban por la candela, porque según ellos decían, les ayudaba tenerlos veloces. Cierto o no, tenían una rapidez impresionante para tapar y destapar los agujeros de la caña e’millo. Ahora no hay quien haga eso ni quien tenga siquiera ese poco de aire que ellos tenían en los pulmones para tocar con fuerza el pito del millo.
Ignacio «Nacho» Caro y Pablo Hernández. Con sus toques taladraban el cuerpo con la sonoridad que le sacaban a la tambora; eran los del pulso musical, los que hacían que los demás instrumentos se organizaran y fueran detrás de ella. Era es la del bajo, la del ritmo fuerte que indicaba que habia una cumbiamba en alguna parte, en cualquiera manifestación cultural.
Wenceslao «el Nato» Pacheco. Era el hombre del guache, el de la percusión sostenida; era el del instrumento del brillo que inundaba con su timbre sostenido los intersticios dejados por los demás instrumentos.
¡Qué grupo señores! Todos eran alegres y festivos y cuando empezaban a tocar siempre había un gentío detrás de ellos. Aquella sonoridad de la tambora, el tambor alegre, el llamador, y el guache, sólo era posible con la gracia y entusiasmo de estos aguerridos músicos que dejaban pedazos de su existencia sobre los cueros y el zumbido agudo de la caña e’millo. Por eso esa camada de músicos reinaron por mucho tiempo.
Era tanta la armonía que tenían ellos, que se fueron muriendo juntos como si se fueran pidiendo los otros que le guardaran un espacio en el cielo para cuando ellos murieran. Tocaban con una entrega y una fuerza ejemplares que sin ellos quién sabe como hubiera sido la cosa, quién sabe, señores, cómo hubiera sido eso. Primero se fue Braulio, después «el Nato» Pacheco, más tarde Oliveros, siguió Pablo, luego Vicente. No pasó mucho tiempo para que también partiera «Carlín» y posteriormente «Nacho» su hermano para encontrarse con ellos allá en la Bóveda Celestial.
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