Por Edilberto Hernández Barraza
“Esa es una canción que se le compuso a Héctor Zuleta Díaz. El difunto trovador. Hoy emerge en mi memoria estas palabras para despedir a un gran amigo: cesar Rodríguez Márquez “Yenyere”.
En el barrio Kennedy, donde las calles polvorientas parecían extenderse hasta confundirse con el horizonte, nació y creció César Rodríguez, mejor conocido como Yenyere. Allí, entre los callejones angostos donde los niños jugaban fútbol con arcos pintados en las paredes, él y yo corrimos descalzos tras pelotas que no eran más que esferas cansadas de tanto rodar, pelotas plásticas que se devastaban de tantos zapatazos y a veces bolas de trapos que hacíamos de una manera ingeniosa debajo de los palos de mangos en los patios.
César tenía la risa fácil, de esas que empezaban en la garganta y terminaban desbordándose en carcajadas que hacían temblar las ventanas. Decía su madre, mi querida y siempre recordada, María Márquez, que esa risa la había heredado de los Rodríguez, que son mis parientes porque la mamá de César era prima de Ana de Jesús Rodríguez mi bisabuela la que me enseñó a gatear y caminar. Los Rodríguez conservan algo mágico y yo siempre supe y he dicho que es un regalo secreto de los dioses de la alegría. Todos los Rodríguez somos cariñosos, amables, alegres y comunicativos.
De su padre heredó la chispa para soltar sentencias inolvidables. Todavía resuena en mis oídos aquella noche en que, entrando con un racimo de guineos al hombro, lo sorprendió el novio de su hija en la sala y tronó:
—¡María, María, ¡aquí en esta casa el que trae pan bebe leche!
El muchacho quedó petrificado, la hija pidió que la tierra la tragara, y César, entre lágrimas de risa, repetía como un conjuro:
—Papá, papá, dilo otra vez, que aquí el que trae pan… ¿qué?
Y mientras su padre insistía en la autoridad perdida, César rodaba de risa por el suelo como si hubiese descubierto la fórmula de la felicidad eterna.
Su vida estaba hecha de esos momentos: de los partidos en las calles anchas, de los parrandones juveniles, de los tinteros que se volvían oráculos de noticias deportivas y políticas. Y cómo olvidar sus festines de arroz de lisa, cayeye y pescado fresco que parecían banquetes mitológicos sacados de la cascada de Palomino, donde alumbran las estrellas y no se duerme al ver caer las estrellas fugaces.
Hoy, cuando el tiempo decidió llevarse a César en su caudal secreto, el barrio entero parece detenido en un silencio extraño. Pero yo sé, y lo sé con certeza macondiana, que en alguna parte de la eternidad hay un callejón ancho donde él ya armó los equipos, improvisó las porterías y está esperando a que lleguemos, para jugar ese partido que nunca tendrá final.
Porque César no se ha ido: quedó sembrado en la risa, en las historias repetidas, en el eco de cada carcajada que resuena en las noches calientes del viejo barrio Kennedy.
Un adiós amigo “Yenyere”, trataré de acompañarte si no estoy en cuerpo presente, mi espíritu caminará contigo esos paso desde la iglesia al cementerio y de ahí al cielo saludos a la vieja María dígale que recuerdo su risa fresca y su linda cara tierna”. Tu amigo Edilberto Hernández B.
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